Batman. Después de casi dos semanas de su
esperado estreno, al fin pude sentarme en una butaca para disfrutar de este
alucinante largometraje. No daré mayores detalles de la película por respeto a
aquellos que aún no la ven (por cierto… ¡Qué esperas!). Bueno, sólo puedo decir
que salí fascinado. He visto muchas películas de superhéroes desde niño, pero
no recuerdo alguna otra que me haya estremecido tanto como esta última
aparición del caballero gótico. De regreso a casa, mientras hacía una
reconstrucción del film y trataba de atar cabos que quedaron sueltos en mi
mente, un repentino recuerdo me abrazó como una brisa de nostalgia. De repente
me vi a mí mismo con unos siete años de edad revoloteando por el patio de
alguna de las casas en las que he vivido. Tenía un polo negro amarrado al
cuello y corría por todos lados tratando de convencer a todos los pobladores de
Ciudad Gótica (mi familia) de que yo era Batman. Era divertido ser él; bastaba
una capa y alguna especie de antifaz para convertirme en superhéroe. Y fue
mientras sonreía al pensar en esto cuando lo entendí: Cualquiera puede ser Batman. Esta frase que el mismo hombre
murciélago dijo en alguna parte de la película, es la clave de su éxito. Una reciente encuesta de la página web SFX.co.uk., en Gran Bretaña, dio como resultado que Batman es considerado el superhéroe favorito de la historia. ¿Por qué? Es simple; porque Batman es un humano cualquiera; porque Cualquiera puede ser Batman.
Todo esto me hizo pensar en el verdadero y más
trascendente superhéroe de la historia humana: Jesús. Él no sólo salvó a una
ciudad o a un país, sino a la humanidad entera de la autodestrucción. Pero siendo Jesús tan maravilloso, ¿por qué
no es tan popular hoy en día? ¿Qué ha sucedido para que la gente prefiera buscar
cualquier tipo de solución a sus problemas antes que acudir a Aquél que tiene
el poder para socorrerlos? Puedo responder a estas preguntas afirmando que el
problema no ha sido Jesús, sino sus representantes legales en este mundo (sí,
tú y yo). Jesús predicaba un mensaje de esperanza; Él decía que cualquiera que
crea en Él podría llegar a hacer cosas mayores de las que Él hizo (Juan 14.12).
En otras Palabras decía: Cualquiera puede
ser Jesús. Pero nosotros, la iglesia de Jesús, su cuerpo, le hicimos una
pequeña modificación a su mensaje, y con orgullo predicamos indirectamente: Cualquiera puede ser Jesús, pero no
cualquiera puede ser cristiano.
Estoy seguro que te ha pasado que después de
haberle predicado a alguien, esa persona, con una mezcla de tristeza y
resignación, te dijo algo como: Todo esto
de Jesús suena bien, pero creo que no es para mí. ¿Sabes por qué mucha gente
se desanima fácilmente del cristianismo? Porque
los cristianos caminamos con un cartel que dice: “Estás lejos de poder cumplir las expectativas de Dios”. Aunque
nuestra boca diga lo contrario, esto es lo que nuestras actitudes han venido
predicando durante siglos. En el intento de tener un buen testimonio delante de
los no creyentes nos hemos convertido en modelos inalcanzables de perfección.
Hemos vendido la idea errónea de que para ser cristiano hay que ser perfecto e
intachable, sino no calificas para estar entre los escogidos de Dios. Tú dirás:
Yo nunca le he dicho a alguien que para
ser cristiano hay que ser perfecto. Sí lo has hecho, y yo también. ¿Sabes
cuándo? Cuando le predicamos a alguien y le dijimos que Dios podía perdonar su
falla, pero no fuimos capaces de decirle que nosotros habíamos fallado peor; lo
animamos a que crea en Dios, pero no nos atrevimos a confesar que nosotros a
veces también dudamos de su existencia; le dijimos que Dios podía limpiarlo de
su inmoralidad sexual, pero nos avergonzamos de decirle que también luchamos
con la lujuria; predicamos de manera subliminal un mensaje que dice: Dios recluta gente imperfecta, pero yo soy
la excepción. Los más ingenuos se la creen, y se alejan desanimados
pensando que si Dios sólo acepta gente santa, ellos no durarán ni un mes en la
carrera; los más astutos se ríen y con alguna ironía desnudan nuestra
bienintencionada hipocresía.
Yo me pongo a pensar qué sería de nosotros los
creyentes si la Biblia sólo nos hablara de un Abraham que le creyó a Dios
ciegamente pero que nunca fornicó con su criada, de un Moisés que fluyó en
grandes señales pero nunca mató a un egipcio, de un Gedeón que venció a miles
de madianitas pero nunca fue un cobarde, de un David que mató a Goliat pero que
nunca adulteró con la mujer de su más fiel soldado y luego lo mató al enterarse
que ella estaba embarazada, de un Jeremías que profetizó a las naciones pero
nunca se sintió un niño insignificante, de un Pedro que sanaba con su sombra
pero nunca negó a Jesús tres veces, o de un Pablo que fue el más grande apóstol
y evangelista pero nunca fue un asesino de cristianos. Qué sería de nosotros si
Dios, por cuidar su testimonio, hubiese decidido omitir estos detalles de la
historia para no manchar la buena
imagen de sus ungidos siervos. Ciertamente la Biblia sería no más que un
emocionante cuento de ficción y nosotros andaríamos descorazonados por la vida al
pensar que nunca seremos como aquellos grandes héroes de la fe. Pero nuestro
Padre sabe que necesitamos héroes reales, de carne y hueso, por eso tuvo la
excelente idea de dejar registrado que el mismo Jesús, el Rey de Reyes y Señor
de Señores, luchó como nosotros la batalla de la fe:
“Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.” – Hebreos 4.15-16
El mundo tiene sed de honestidad. Creo que
nuestra transparencia podría ser nuestro mejor testimonio, y nuestra sinceridad
nuestro mejor sermón. La gente puede salir excitada después de una reunión
donde el poder de Dios se manifestó sobrenaturalmente, pero llegarán a sus
casas y la condenación por alguna oculta debilidad los flagelará y les dirá que
nunca podrán llegar a ser como el predicador de aquella noche. ¿Pero qué tal si
por un momento nos quitamos la máscara de perfección y le decimos al mundo que
nosotros, siendo cristianos consagrados, líderes o pastores, somos tan débiles como ellos? Qué tal si
les confesamos que nosotros también luchamos con la depresión, que aún la
lujuria de tres rounds nos gana uno, que en algún momento de desesperación
también pensamos en el suicidio, que también pecamos de orgullosos y egoístas,
que no siempre sentimos compasión ni amor por el prójimo, que también hemos
recaído en algún viejo vicio teniendo ya años de creyentes, que muchas veces le
servimos al dinero antes que a Dios, y que estamos tan pero tan lejos de esa
imagen idealizada de perfección que nos hemos encargado de vender.
Lo único que nos diferencia con el mundo es que
nosotros tuvimos el valor de reconocer nuestras miserias delante de Dios y
creímos en Aquél que pagó nuestras deudas sólo por amor. Y si ahora somos libres de lo que antes nos
esclavizaba y tenemos victoria, es sólo por Su Gracia. Entonces despojémonos de
nuestro traje de superhéroe cristiano; quitémonos el antifaz y la capa y
digámosle al mundo que somos como ellos, que no están lejos de alcanzar la
salvación, que Dios puede usar a cualquiera que le crea, que cualquiera puede ser Batman. Y entonces
se acercarán confiadamente al trono de la gracia, y alcanzarán
misericordia, y hallarán gracia para el oportuno socorro.
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